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¿Será el amor un tesoro que pocos descubren?

Publicado en la Revista Alas Vol.14


He mantenido largas conversaciones con adolescentes sobre los conceptos del amor y me han despertado el interés de analizar la realidad en ese tema en nuestros días. Con frecuencia, me dicen:


  • El amor es un sueño imposible alcanzar.

  • ¡No todos estamos destinados a conocer el amor!

  • “Eso” ya no está de moda.

  • Se murió el amor…


¿Será acaso algo tan complejo que ya no sabemos cómo incorporarlo en nuestras vidas?

Considero que un buen punto de partida sería definir lo que conocemos como amor. Ese ejercicio nos arrojará algo de luz sobre el tema.


En una de sus múltiples definiciones, la RAE, señala al amor como: “Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.”


Creo que aquí hay una primicia para confundir a cualquiera, “…partiendo de su propia insuficiencia…”. Estamos de acuerdo en que nos atrae alguien distinto y complementario a nosotros, alguien que tiene lo que cada uno ansía en carácter, belleza, modo de ser, y es lo que generalmente vemos al conocer a alguien. Este “flechazo” nos puede golpear fuertemente cuando le conocemos. Esa atracción puede convertirse en una necesidad de pasar tiempo con esa persona hasta llegar a pensar que “no podríamos vivir sin esa persona”.


Todo esto forma parte del proceso del enamoramiento, son esos primeros momentos donde vamos develando la intimidad del otro y dando a conocer la nuestra, son los momentos en que somatizamos el sentimiento y llegamos a sentir “mariposas en el estómago” cuando nos llama o lo vemos, y, también, se nos cae el mundo, si habíamos quedado en vernos y se cancela la cita.


El problema no es experimentar esta etapa maravillosa del enamoramiento, el problema es querer que sea así para siempre. El amor tiene varias etapas que hay descubrir a través del tiempo junto con esa persona elegida.


De repente, cuando la relación sigue su curso y vemos que hemos llegado a un momento en el cual “no puedo vivir sin él, nos casamos”, no nos preguntamos si en realidad ese otro es alguien con quien vamos a compartir el resto de nuestra vida, no pensamos en envejecer con esa persona, y con quien hemos de compartir el proyecto más importante de nuestras vidas. Hay quienes, incluso, piensan, de antemano, que en el momento en que el amor “muera” ya habrá otro que lo reemplace.


Si esa es tu postura, no has entendido bien el concepto de amor. El amor es una decisión personal y libre.


El amor no es una persona, un sustantivo que entra o sale de tu vida; vive o muere autónomo de tus acciones. El amor es mucho más que eso.


El profesor Javier Hervada, en su libro Una Caro[1] nos habla de los diferentes grados de perfección del amor. Los tres primeros tienen que ver con la parte física del amor, el amor erótico eros, que es lo que más atrae a las parejas. Es aquí donde puede caber el pensamiento, “te necesito”. Esa necesidad no es más que un deseo por el bien que esa persona hace en mí, es un grado primario en el que la persona que “ama” – sin pensarlo siquiera – hace todo lo posible por extender esa relación. Y, por supuesto, el momento que esa necesidad es reemplazada por otra persona que la cubre, es cuando el amor pasa a cuidados intensivos, muere y se firma su acta de defunción.


En cambio, el amor de benevolencia o ágape consiste en querer el bien para el amado, que incluso si ese amado nos deja queremos que sea feliz con alguien más. Está primero la felicidad del amado que la propia.


¿Es acaso tan aterrador el pensar primero en el bien de otra persona antes que el mío? Pues esa es una parte de la ecuación.

“Yo estoy con alguien que me haga feliz, en el momento de que no me haga feliz, se termina”. ¿No deberíamos pensar más bien: “que puedo hacer yo para que el/ella sea feliz hoy”?


El amor es un organismo vivo que va creciendo con base en acciones concretas. No pretendamos que una vez que hemos dicho “si quiero” ese amor es incondicional y que no debemos trabajar por hacerlo crecer. Esa es otra parte de la ecuación.


En este punto puedo coincidir con quienes piensan que el amor “muere”, solo que le cambiaría el tiempo del verbo: “hemos matado el amor”. Los esposos deben estar conscientes del compromiso que adquieren el día que se casan, el vínculo conyugal se forma de la libre voluntad de los contrayentes, pero ese amor que los unió tanto como para no querer pasar un día más separados debe alimentarse día a día.


El profesor Cristian Conen nos hablaba sobre la mejor forma de avivar esa llama que une a los cónyuges: hacerse expertos en el ser amado. Aprender a llenar “el tanque” de ese amor.

Hay mujeres que les gusta recibir flores, o que les escriban un poema, como muestra de el amor que les profesan. Hay hombres que se sienten amados al ver que le hicieron el postre favorito, etc.


Debemos interesarnos por lo que le interesa a nuestro cónyuge, si es fanático del futbol, pues aprendo las reglas y me familiarizo de los equipos que compiten. Si le gusta navegar, le pido que me enseñe y lo acompaño a sus travesías bajo el ocaso. Es decir, me intereso tanto por lo que le gusta que a mí llega a gustarme también, y si no lo consigo, busco otra alternativa para pasar el tiempo juntos y acumular experiencias enriquecedoras que van enamorándonos al pasar del tiempo.


Para que el amor llegue a consolidarse hay que comprender el concepto del compromiso, ese “sí quiero” va acompañado de un cheque en blanco que se entregan los cónyuges, ya no se pertenecen, ahora pertenecen al otro, ya no son dos, sino uno.

Para cerrar la ecuación cito a Chesterton:


“Muchos hombres han tenido la suerte de casarse con la mujer que aman. Pero tiene más suerte el hombre que ama a la mujer con la que se ha casado”.

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[1] J. Hervada, Una Caro, Primera Ed. 2000, Eunsa, Pamplona, España

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